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Muchas voces alertan sobre ciertos proyectos destinados, por ejemplo, a desarrollar interfaces no invasivas que permitan escribir textos a partir de nuestra actividad mental, como la AlterEgo, del MIT, o la impulsada —y recién aparcada— por Facebook. Pero, pese a lo que pueda parecer, dichas interfaces no pueden leer pensamientos, pues decodifican impulsos nerviosos enviados a los órganos bucales encargados de articular el lenguaje. Así, solo pueden leer palabras que el usuario previamente ha decidido expresar.
Ahora bien, hay motivos razonables para preocuparse de que nuestros neurodatos (datos cerebrales) sean obtenidos y empleados con fines no estrictamente médicos. Desde luego, se está lejísimos de poder diseñar dispositivos que accedan a pensamientos o recuerdos, pero es mucho lo que hoy puede inferirse sobre la vida mental a partir de los neurodatos: estados emocionales, nivel de estrés o concentración, intenciones motoras, e incluso estímulos sensoriales.
Si bien los primeros equipos que obtenían estos datos eran caros, voluminosos y de uso profesional, en los últimos años ha proliferado la venta de pequeños dispositivos de uso no supervisado, como diademas y cascos de electrodos, a través de mercados virtuales. Estos dispositivos son aún bastante ineficaces, lo que no impide que puedan recoger información sensible. Además, la mejora de su precisión a medio plazo hará aumentar su comercialización, cuya tendencia apunta en dos direcciones: controlar aparatos y dispositivos (teléfonos móviles, ordenadores, electrodomésticos, videoconsolas, vehículos) mediante órdenes y contraseñas mentales, y monitorizar parámetros sobre la atención, la motivación o la emoción.
El ser humano está, en extremo peligro.
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