Sociedad Desorientada

 


En las sociedades disciplinarias siempre había que volver a empezar (terminada la escuela, empieza el cuartel, después de éste viene la fábrica), mientras que en las sociedades de control nunca se termina nada: la empresa, la formación o el servicio son los estados metaestables y coexistentes de una misma modulación, una especie de deformador universal. 

Kafka, que se hallaba a caballo entre estos dos tipos de sociedad, describió en El proceso sus formas jurídicas más temibles: la absolución aparente (entre dos encierros), típica de las sociedades disciplinarias, y el aplazamiento ilimitado (en continua variación) de las sociedades de control son dos formas de vida jurídicamente muy distintas, y si el derecho actual es un derecho en crisis, vacilante, ello sucede porque estamos abandonando unas formas y transitando hacia otras. 

Las sociedades disciplinarias presentan dos polos: la marca que identifica al individuo y el número o la matrícula que índica su posición en la masa. 

Para las disciplinas, nunca hubo incompatibilidad entre ambos, el poder es al mismo tiempo masificador e individuante, es decir, forma un cuerpo con aquellos sobre quienes se ejerce al mismo tiempo que moldea la individualidad de cada uno de los miembros (Foucault, encontraba el origen de este doble objetivo en el poder pastoral del sacerdote -el rebaño y cada una de las ovejas-, si bien el poder civil se habría convertido, por su parte y con otros medios, en un “pastor” laico).

En cambio, en las sociedades de control, lo esencial ya no es una marca ni un número, sino una cifra: la cifra es una contraseña [mot de passe], en tanto que las sociedades disciplinarias están reguladas mediante consignas [mots et ordre), tanto desde el punto de vista de la integración como desde el punto de vista de la resistencia a la integración. 

El lenguaje numérico de control se compone de cifras que marcan o prohíben el acceso a la información. Ya no estamos ante el dualismo «individuo-masa». 

Los individuos han devenido “dividuales” y las masas se han convertido en indicadores, datos, mercados o “bancos’’. 

Quizá es el dinero lo que mejor expresa la distinción entre estos dos tipos de sociedad, ya que la disciplina se ha remitido siempre a monedas acuñadas que contenían una cantidad del patrón oro, mientras que el control remite a intercambios fluctuantes, modulaciones en las que interviene una cifra: un porcentaje de diferentes monedas tomadas como muestras. 

El viejo topo monetario es el animal de los centros de encierro, mientras que la serpiente monetaria lo es de las sociedades de control. 
Hemos pasado de un animal a otro, del topo a la serpiente, tanto el régimen en el que vivimos como en nuestra manera de vivir y en nuestras relaciones con los demás. 

El hombre de la disciplina era un productor discontinuo de energía, pero el hombre de control es más bien ondulatorio, permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua. El surf desplaza en todo lugar a los antiguos deportes.

Es sencillo buscar correspondencias entre tipos de sociedad y tipos de máquinas, no porque las máquinas sean determinantes, sino porque expresan las formaciones sociales que las han originado y que las utilizan. 

Las antiguas sociedades de soberanía operaban con máquinas simples, palancas, poleas, relojes; las sociedades disciplinarias posteriores se equiparon con máquinas energéticas, con el riesgo pasivo de la entropía y el riesgo activo del sabotaje; las sociedades de control actúan mediante máquinas de un tercer tipo, máquinas informáticas y ordenadores cuyo riesgo pasivo son las interferencias y cuyo riesgo activo son la piratería y la inoculación de virus. 

No es solamente una evolución tecnológica, es una profunda mutación del capitalismo. Una mutación ya bien conocida y que puede resumirse de este modo: el capitalismo del siglo XIX es un capitalismo de concentración, tanto en cuanto a la producción como en cuanto a la propiedad. 

Erige, pues, la fábrica como centro de encierro, ya que el capitalista no es sólo propietario de los medios de producción, sino también, en algunos casos, el propietario de otros centros concebidos analógicamente (las casas donde viven los obreros, las escuelas). 

En cuanto al mercado, su conquista procede tanto por especialización como por colonización, o bien mediante al abaratamiento de los costos de producción.

Sin embargo, en la actual situación, el capitalismo ya no se concentra en la producción, a menudo relegada a la periferia tercermundista, incluso en la compleja forma de producción textil, metalúrgica o petrolífera. 

Es un capitalismo de superproducción. Ya no compra materias primas ni vende productos terminados o procede al montaje de piezas sueltas. Lo que intenta vender son servicios, lo que quiere comprar son acciones. 

No es un capitalismo de producción sino de productos, es decir de ventas o de mercados. Por eso es especialmente disperso, por eso la empresa ha ocupado el lugar de la fábrica. La familia, la escuela, el ejército, la fábrica ya no son medios analógicos distintos que convergen en un mismo propietario, ya sea el Estado o la iniciativa privada, sino que se han convertido en figuras cifradas, deformables y transformables, de una misma empresa que sólo tiene administradores.

Incluso el arte ha abandonado los círculos cerrados para introducirse en los circuitos abiertos de la banca.

Un mercado se conquista cuando se adquiere su control, no mediante la formación de una disciplina; se conquista cuando se puede fijar los precios, no cuando se abaratan los costos de producción; se conquista mediante la transformación de los productos, no mediante la especialización de la producción. La corrupción se eleva entonces a una nueva potencia. 

El departamento de ventas se ha convertido en el centro, en el “alma”, lo que supone una de las noticias más terribles del mundo. Ahora, el instrumento de control social es el marketing, y en él se forma la raza descarada de nuestros dueños. 

El control se ejerce a corto plazo y mediante una rotación rápida, aunque también de forma continua e ilimitada, mientras que la disciplina tenía una larga duración, infinita y discontinua. El hombre ya no está encerrado sino poseído y perdido. 

Sin duda, una constante del capitalismo sigue siendo la extrema miseria de las tres cuartes partes de la humanidad, demasiado pobres para endeudarlas, demasiado numerosas para encerrarlas: el control no tendrá que afrontar únicamente la cuestión de la difuminación de las fronteras, sino también la de los disturbios...

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